miércoles, 20 de junio de 2012

LA AVENTURA DEL CHACO 4. La Selva a caballo y en coche


La Selva a caballo y en coche.

La Kia de Meseguer. Ya no tenía pomo de puerta.

Esta camioneta la compramos para apoyo del proyecto arrocero. Desde el principio fue usada exclusivamente por Antonio Meseguer y antes de cumplir el año ya le habían desaparecido los paños interiores de las puertas. Cada vez que subía un indígena en la camioneta algo quedaba en sus manos al abrir o cerrar las puertas. Como, a cada momento,  rompían las manillas de abrir tanto las exteriores como las interiores, Antonio decidió quitar los paño-puerta y abrir desde el interior con la varilla que enlaza el tirador interno con el mecanismo de apertura, pues la manilla interna tampoco aguantaba ni un mes. La Kia estaba terminada con baquelita y plastilina. Lo mismo te quedabas sin cambio en un atasco, por perder un tornillito de 7 x 50 mm, que enlazaba la palanca de cambio con la caja, como perdíamos la plataforma de carga en cuanto subíamos 10 o 12 troncos de palmera para hacer nuevos puentes sobre los canales de riego y desagüe del proyecto. Pero la anécdota simpática fue cuando viajando por el camino de Puerto Casado al Cruce de  Pioneros me encontré con un grupo de indígenas Maskoy que iban empujando una vagoneta con víveres, donados por la gobernación, y que vivían en el km 20. Irían unos 8 ó 9 hombres, empujando la vagoneta, otras tantas mujeres, 4 ó 5 chiquillos y unos cuantos perros y chanchos. Yo tenía la costumbre de parar y recoger a cuantos me encontraba en el camino y de socorrer a todo el que estuviese parado por cualquier causa. Y en todo el tiempo que estuve en el Chaco sólo hice una sola excepción. Los niños,  los perros, los cochinos y las mujeres caminaban por el camino que discurre paralelo y junto a la vía. Los Maskoy empujando la vagoneta donde llevaban todos los víveres que les habían pasado como ayuda. Casi seguro que había unas elecciones cerca para algún cargo del Departamento, pues entonces es cuando se ablandaban los políticos y se acordaban del hambre de los indígenas. Lo cierto es que cuando paré y por señas, les indiqué que se subieran a la camioneta, en menos de diez segundos se colocaron todos los varones arriba y dejaban a mujeres y niños para que empujaran la vagoneta. Como no me habían dado tiempo a impedir su deserción y rápida escalada, pues en unos segundos habían pasado de la vía a sentarse encima del coche, en el momento que estaban todos arriba les indiqué, nuevamente por señas, que se tenían que bajar. A regañadientes se bajaron  e inmediatamente los aparté al lado de la vía y colocándome entre ellos y el resto de la tropa hice que se subieran mujeres y niños. Y también subieron los cochinos y los perros, 27 conté en total, menos mal que ese día la Kia se portó bien y no me dejó la carga repartida por todo el camino. Los Maskoy tienen muy clara la Ley del mínimo esfuerzo y la aplican con facilidad y sin empacho ni complejos.
Otro día que también subí a otros cuatro indígenas que venían de vuelta por ese camino; llegado un momento la camioneta se quedó empantanada, patinando en los carriles ya que, aunque era 4x4, sus ruedas eran muy lisas y se quedaba “tirada” con mucha facilidad. Los indígenas se bajaron y empujaron hasta que salimos del pequeño bache pero ¡oh sorpresa! La segunda vez que se atascó, por el mismo motivo, se bajaron y sin decir nada, ni siquiera adiós, saltaron al suelo y continuaron camino sin volver la vista atrás. A pesar de ello yo continué subiendo a todos los que podía, aunque fuese en un vehículo cerrado y posiblemente era de los poquísimos coches que los recogía, ni ellos tampoco pedían a nadie que les subiera.
Sin embargo un día sí evité ayudar a alguien, que yo recuerde la única vez en mi vida. Di un rodeo de más de dos kilómetros, fuera del camino y por las rutas alternativas que a veces abrían en la selva cuando el camino era totalmente intransitable. Salí fuera del camino con riesgo, incluso, de quedar atascado, para evitar ayudar a un coche que estaba atascado. Era el de su Ilustrísima: el Sr. Obispo del Alto Paraguay. Hacía cosa de un mes, Antonio Meseguer y los hermanos Sorrentino habían acudido a oír la Misa dominical, que fue oficiada por el Obispo, y en la homilía había dicho con toda la desfachatez del mundo que todos los extranjeros eran unos ladrones y unos sinvergüenzas.  Por lo menos eso me contaron y yo les creí.Todavía hoy doy gracias a los Dioses por no estar presente y por lo tanto no haber escuchado  directamente ese insulto injusto, fuera de lugar y absolutamente deleznable, tanto como el Obispo que lo soltó. Seguro se creía Jesucristo en el templo azotando a los judíos. No tuve la mala suerte de tropezarme nunca con él, porque aunque tengo mala memoria hay cosas que se me graban a fuego y esta  ”espontánea  burrada” del obispo es una de ellas. Me acompañará mientras viva a no ser que me  la arrebate ese alemán que esconde los nombres y las cosas.


El camino antes de las lluvias con el zorro tranquilamente corriendo delante nuestra.

A primeros de Marzo del 94 fuimos un grupo de 5 españoles para ver si nos parecía bien el lugar elegido para realizar un proyecto de arroz ecológico, allí en Puerto Casado. Fui un viaje muy interesante, pues tuvimos ocasión de compartir un par de días  y una estupenda paella,  que hizo Paco Ordoñez, con nuestra Embajadora Dª Asunción Ansorena y con el Gobernador del Alto Paraguay, Tarsicio Sostoa. Los detalles los ampliaremos en el capítulo de “personajes”. Vimos el lugar elegido para realizar el proyecto arrocero y aprovechamos el resto del viaje para hacer turismo por Paraguay visitando la zona arrocera de S. Juan Bautista donde conocimos a Juan Francisco Caballero Chaves, amigo entrañable desde entonces. 
Terminada la visita a Puerto Casado, a las 4.30 de la mañana del siguiente día, estábamos todos preparados para la marcha pues queríamos visitar las Colonias Menonitas y tomamos tiempo sobrado, para llegar temprano a Filadelfia, por si ocurría algún imprevisto. ¡Que es lo más normal cuando circulas por el Chaco!  Iba conduciendo Angel Cavanagh, el jefe, y a unos 80 km del pueblo tuvimos el primer pinchazo, sin más consecuencias pues llevábamos rueda de repuesto. Le achacamos el pinchazo a alguna puntilla clavada en la rueda antes de salir y que poco a poco había vaciado la cubierta. Pero 30 km más adelante, cerca ya de Santa Elisa, que en lo relativo a poder arreglar una rueda es como “el que tiene un tío en Graná, que ni tiene tío ni tiene na”, pinchamos nuevamente y esta vez no era el jefe sino yo quien  llevaba el coche. Tirados en el camino, en medio de la selva, teníamos que buscar soluciones por nuestros medios ya que no podíamos `pedir ayuda puesto que el radio-transmisor del coche no estaba montado todavía. Angel, Antonio y Sorrentino se volvieron, caminando, para llegar a una choza cercana donde habíamos visto maquinaria de Obras Públicas, ya que estaban arreglando el camino, para coger un tractor y llevar una batería hasta Campo Verde, distante más de 20 km y pedir ayuda por radio  a Puerto Casado con el fin de que nos enviasen a Chacho con la camioneta provista de cámaras y parches para arreglar las dos ruedas pinchadas. Mientras, Paco y yo, nos habíamos quedado de guardia en el coche y yo tuve que atender una urgencia fisiológica inaplazable. El problema de la selva es que cualquier tema trivial  puede convertirse en algo serio. Os cuento una anécdota de 2011 porque tiene relación con el tema que nos ocupa.
Por indicación de  mi amigo y médico de cabecera, D. Francisco, había tenido que extirparme un “absceso” en la espalda mediante una incisión quirúrgica, seguido de una laboriosa limpieza. El pequeño corte me lo habían realizado en Isla Mayor y la primera y segunda cura, posteriores, repetidas cada 24 horas, me las había hecho mi hija Susana en Coria del Río. La cura era una sencilla operación de limpieza, cambio de drenaje y nuevo apósito de plata hidroactiva, gasa esterilizada y cubierto todo ello con un gran esparadrapo. Las dos siguientes curas fueron en Montevideo, Uruguay, donde acudí al Centro de Previsión Social donde no me atendieron, ni pagando, a pesar que nosotros en España atendemos gratuitamente a todos los Uruguayos, sudamericanos y marcianos si lo solicitan. ¡Pero qué buenos somos! Por suerte para mí me indicaron un Centro privado donde me atendieron magníficamente. La cura siguiente, la quinta, fue en Buenos Aires, Argentina,  en casa de María y Angel Cavanagh, donde su peluquera, que además de simpática, lindísima y muy bien proporcionada, era titulada en enfermería y me hizo el favor de cambiarme el apósito, con la amabilidad propia de la gente segura de sí misma. La sexta y séptima cura fueron en Asunción, Paraguay. Como me estaba hospedando en el Hotel Guaraní, donde mí querido amigo Juan Sperati, cuya amistad había germinado cuando estaba de director en el Crowne Plaza, estaba de Gerente desde hacía pocos meses y decidí a subir al gimnasio para que me hiciesen la cura. Allí no tenían una persona titulada para estos menesteres pero el encargado del gimnasio, era además, masajista titulado y a él le pedí que me cambiase el drenaje. Me contestó que nunca había realizado una cura de ese tipo y yo le aseguré que no se preocupase lo más mínimo ya que le iría indicando cómo tenía que hacer la cura. Yo tenía ya una dilatada experiencia internacional en esta  cura concreta. Como yo llevaba, en un neceser “ad hoc” todo lo necesario le pasé la jeringuilla, para limpiar, y las gasas para hacer el drenaje y tapar la herida una vez limpia y desinfectada. El problema llegó cuando le pasé el paquete de gasas nuevo pero que estaba abierto y le faltaba una. Se resistió tanto a utilizar la gasa del paquete abierto, por razones de asepsia quirúrgica, que le di otro paquete hermético y sólo entonces le conté lo que era pasar miedo por la antisepsia total, médica y quirúrgica, que había provocado la necesidad aquel día de 1994 que estaba relatando y que  tuve que salir corriendo en medio de la selva con mucha urgencia, pero sin papel, ni tampoco “las tres conchas”, de la película Demolitión Man, de Sylvester Stalone, que era la alternativa al papel higiénico que necesitaba el protagonista después de varios años congelado mediante criogenización y aparece en un mundo moderno que él desconocía donde ya ese papel no se usaba.
 Lo peor no era agacharse y acercar tus partes nobles y pudendas a un suelo desconocido y cubierto de hierba donde te podías encontrar cualquier bicho mimetizado por allí cerca, lo más grave y perentorio era “rematar la faena” con dignidad,  sin papel higiénico y sin “las tres conchas”, -que nunca supe lo que era ni cómo se podían utilizar-, ni nada parecido y útil para el caso. Lo único que tenía a mano era un charco, con los bichitos nadando por su interior y otros muchos navegando por la superficie, el “súmmum” de la antisepsia. El color del agua era marrón y nada transparente. Tuve que apartar cuanto bicho y forraje nadaba por la superficie y cerrando los ojos y encomendándome a los dioses, lavarme. Con esta completa exposición le daba una clara explicación del porqué no me asustaba una posible infección causada por una gasa, de mi maleta bien cerrada, y dentro de un plástico también cerrado, aunque no hermético, por lo que su utilización no me causaba  ningún trauma ni me planteaba problemas de asepsia. 


Tercer pinchazo y destrozo de cubierta. 

Después de varias horas de espera,sSobre las doce de la mañana pasaron unos menonitas que venían preparados para la selva y traían todos los elementos para arreglar los pinchazos. Arreglamos una rueda y retrocedimos para  recoger a los demás. Pero habíamos retrocedido muy poco cuando me di cuenta que llevaba otra rueda pinchada. Esta vez la cosa era más grave pues la rueda había circulado más de un km y ya tenía la cubierta hecha polvo, es decir, aún con la ayuda que nos llegaría desde Puerto Casado no teníamos cubierta para sustituirla. Con una rueda pinchada y otra totalmente destrozada, nuevamente estábamos estancados en medio de la selva. Por suerte, al poco rato,  llegaron los mismos menonitas que no habían ayudado antes y arreglamos la segunda rueda, que anteriormente habíamos desahuciado ya que la cámara estaba despegada por el empalme y no era un pinchazo si no una “operación” complicada y de baja fiabilidad. Pero los menos se atrevieron y con la habilidad, forjada por la necesidad, nuevamente arreglaron la cámara. Mientras habían llegado los tres compañeros con el tractor y como ya habíamos pasado del punto donde lo tomaron Antonio continuó  para devolverlo y nosotros salimos detrás para recogerlo a él. Angel había ido sentado sobre el guardabarros del tractor y llevaba un pantalón de lino de color clarito. Parecía que había tenido un accidente en vista de la cantidad de sangre que manchaba su pantalón por debajo de su cinturón. Como el pantalón de lino es fino los mosquitos atravesaban con facilidad la trama de hilo y cada vez que el tractor, cada 20 segundos, tomaba un bache por su lado la inercia lo empujaba sobre la protección del asiento y  aplastaba cuanto mosquito allí estaba succionándole la sangre. Pero aquellos mosquitos de los palmares del Chaco no son los normales que conocemos por las marismas españolas. Son de un tamaño tres veces mayor. Le habían hecho una renovación de sangre de forma gratuita y obligatoria. Posteriormente los sufrí personalmente decenas de veces. Cada vez que cabalgaba por los palmares pero, para entonces,  ya estaba prevenido y nunca me abandonaba el aután, -nombre de un repelente vendido en España y muy eficaz-, en cambio en el cuello de los caballos eran incontrolables y a los animales sufrían unas picaduras atroces.


Cuarto  pinchazo con destrozo de cubierta.

Ni cuatro km habíamos recorrido en busca de la Toyota que venía del pueblo y que nos traía los parches, cuando un fuerte olor a chamusquina nos indicaba que habíamos quemado otra cubierta sin darnos cuenta. El ruido normal de las ruedas sobre la  tierra, disfrazaba el ruido característico de una cubierta rodando vacía. La consternación era total, especialmente para mí que había pinchado una y había destrozado dos. No podíamos llegar a Campo Verde donde nos estaban esperando, pues los menos que esta vez iban delante, les habían dicho que el coche lo teníamos operativo y que estábamos en camino. Mientras estábamos viendo cómo se acercaba una gran tormenta que pronto iba a convertir el seco camino en un lodazal difícil de transitar. Estábamos más o menos en mitad del camino entre el pueblo y la carretera de alquitrán, muy cerca del lugar donde se nos partió el taco motor, cuando iba con Mari, Angel Boix y Amparo  y que también nos quedamos atrapados tras dos reventones y la rotura del soporte del motor. Nuevamente nos encontrábamos con dos ruedas totalmente destrozadas. 

Por fin habíamos llegado a territorio semi-civilizado. A mi izquierda Francisco Ordoñez.  A mi derecha Pepe Sorrentino, Ángel Cavanagh y Antonio Meseguer.

Menos mal, que Chacho al ver que no llegábamos y que la tormenta se acercaba, se adelantó hasta nosotros. Tuvimos la suerte que la rueda de repuesto de la Toyota valía para nuestro Mitsubishi lo que nos permitió colocar su rueda y con ella llegamos los dos coches, sin más problemas hasta Pozo Blanco, lugar donde había una “gomería” aunque, por supuesto, no tenía ni cámaras ni cubiertas para nuestro todo terreno. Eran ya las 5.15 y teníamos que ir a por las cubiertas hasta la cooperativa menonita que estaba a 30 km de distancia. La cooperativa cerraba a las 6 y estos menonitas, aunque alemanes de enésima generación siguen teniendo la cabeza cuadrada como si fueran de reciente creación. Si llegábamos antes de las seis, pues tendríamos cubiertas, si llegábamos a las 6.05, pues a ver dónde puñetas buscábamos alojamiento. Para facilitar las cosas había caído un chaparrón fenomenal y los caminos estaban que parecían pistas de patinaje. Pero llegamos a tiempo y pudimos comprar las dos cubiertas nuevas y dos cámaras de remolque que pudimos acoplarle. Aquel desagradable día nos enseñó  que en el Chaco no se puede arriesgar a entrar con cubiertas recauchutas o deterioradas por su estirada vida, como volvió a ocurrirle a los Sorrentinos que se metieron en la carretera del Chaco con las traseras del tractor recauchutadas y el tremendo calor del día que pasaron les despegó el recauchutado.
Al fin a las 11.30 llegamos a Asunción, al hotel Westfalenhauss, después de 19 larguísimas horas de viaje. Pero así es Paraguay donde el hombre propone y Dios dispone. Yo siempre, en Sudamérica, procuro dejar un día de margen para los imprevistos y nunca perdí un avión.

Cuatro noches en la selva.

En este atasco nos habíamos salido del camino y estábamos intentando pasar por el sacatierras. No lo conseguimos pero logramos ayuda pronto y esa noche dormimos en Asunción, al contrario de la noche del relato a continuación, que fue en la selva.

Angel tenía una comida a medio día concertada con el presidente Wasmosy en Asunción y habíamos dormido en Puerto Casado, por lo que tuvimos que madrugar y salir con La Montero hacia la capital. Como siempre Marcial, el mayordomo, nos tenía el café preparado y las botas relucientes a la puerta de la habitación. No importaba la hora a la que saliéramos, allí estaba él esperando. Antes de clarear ya estábamos en camino pues calculábamos unas siete horas de camino por lo que esperábamos llegar entre las 12.30 y las 13.00 horas. , pero antes de llegar a Campo Verde en un palmar, pasado Machete, en plena cuenca del cañadón Reservista empezó la lluvia, pero  esta vez el camino estaba bastante bien arreglado y compactado. Pero no importa, cuando no tienes el peligro de los atascos en las rodadas creadas por camiones y tractores, como vemos en la foto superior, que fue en otro atasco de donde nos sacaron antes de llegar la noche.  Lo que vemos en la foto no era el camino, si no el préstamo de tierras para elevar el mismo. Viendo por donde nos habíamos tirado podéis imaginar cómo estaría el camino que era la alternativa en este punto. Pero aquel día que teníamos que llegar a Asunción antes del medio día el camino estaba bueno, como la parte menonita, arreglado, nivelado y bombeado. Conducía Ángel, en aquel momento,  cuando el coche “le culeó”  por causa del suelo resbaladizo y él decidió acelerar para sacar el coche de ese lado y procurar centrarlo en el camino con el fin de circular por “el lomo”, situando el coche en el centro para que no resbalara hacia la cuneta. Pero ese desplazamiento hacia la cuneta fue precisamente provocado por el acelerón. Las ruedas traseras, tomaron mayor velocidad que las delanteras y el coche fue a parar irremisiblemente a la cuneta de la izquierda. Primero cayó la rueda trasera pero inmediatamente entró también la delantera en el canalito quedando incluso más sumergida que la trasera con lo que el coche, casi en un ángulo de 45º con la vertical, tenía todo el reposapiés delantero lleno de agua y también estaba inundado el reposapiés trasero de la parte izquierda. Es decir que tuvimos que pasar aquella noche uno en el asiento delantero: en una postura extremadamente rara, pues no podías apoyar la espalda en el respaldo del asiento, si no que tenías que hacerlo en la puerta y descansar los pies en la joroba central donde va la palanca de cambio o sobre el volante. El asiento trasero era menos incómodo al ser corrido y podías alargarte casi totalmente.


Muy cerquita del este lugar y de donde nos quedamos atascados es la foto donde se ven los yacarés durmiendo en el camino, del capítulo anterior.

El sito donde habíamos caído es parecido a este palmar pero las palmas estaban muchísimo más claras, tanto es así que podíamos otear más de 100 metros hacia ambos lados del camino antes que los árboles tapasen el bosque. Como nada podíamos hacer lo tomamos con filosofía. La ayuda con otro coche todo terreno no podía venir pues con el diluvio caído tampoco iban a llegar y estábamos  demasiado lejos para que nos enviasen un tractor desde el Pueblo. Por allí no pasó nadie hasta bien avanzada la mañana del siguiente día. La sorpresa se la llevó Angel cuando llegó la hora de comer. Yo, que había pasado ya dos noches y algunos largos días “tirado” en la selva, iba preparado para esta contingencia.  Saqué de mi nevera  un par de latas de Budweiser, muy frías, y un aperitivo de langostas en salsa de coctel, que me pensaba comer a medio día si el viaje salía bien. De segundo teníamos, una “bandada” grande, de lomo empanado, que como sabéis aguanta muy bien aunque se tome en frío. Vino no tenía porque a mí no me atrae demasiado y ni me acuerdo de él, pero algo tendría yo en mente para esa noche cuando sí llevaba una botella de cava español que también nos ventilamos entre la comida y la cena. A la hora de dormir ya estábamos cansados de estar allí, mal sentados, y salir no era alternativa pues cuando lo intentábamos éramos pasto de los  mosquitos gigante de los palmares. En cambio, por la noche, el cielo estaba precioso cuando pasaron las nubes y se veían miríadas de estrellas de las que sólo se distinguir la Polar. Mi falta de nivel en el  conocimiento del firmamento y de las especies arborícolas es deplorable en nuestro hemisferio, en el hemisferio austral es totalmente deprimente. El Lapacho, la Polar y poco más. Cuando fue noche total, a pesar de que no había salido la  luna, la suave luz de las estrellas permitía ver los bultos de los árboles y detrás de cada uno de ellos aparecían y desaparecían un par de ojos, Dios sabrá de qué clase de bichos. Si nosotros no nos fiábamos de ellos y estábamos atentos a su situación y a sus desplazamientos, parece que ellos tampoco se fiaban de nosotros, pues en toda la noche no se acercaron demasiado al coche. El ruido de fondo era infernal, ranas, sapos, grillos, pájaros y algunos  aullidos desconocidos. Recuerdo el grito desgarrador de una rana cuando era tragada viva por la serpiente. Lo conocía de nuestras marismas y allí suena igual de espeluznante. Toda esa algarabía, poco a poco, se va convirtiendo en un murmullo monótono que te ayuda a encontrar el sueño, aunque no pasas de un duerme vela, pues no te fías de lo que puede aparecer por allí cerca.

Aunque esta foto es sobre la vía en el km 20, en cambio, es una muestra perfecta del tipo de vegetación, donde pasé la segunda noche en medio del Chaco, que llegaba hasta el mismo borde del camino y donde un puma o yaguareté  podía estar a tres metros sin que te enterases.

Otra noche en medio de la selva y esta vez sí estábamos rodeados de lo que allí llaman “monte” es decir de una vegetación arbórea de alto porte y no se puede ver tres metros más allá del borde del camino, donde el coche también había entrado de cabeza en la cuneta y como no era muy profunda casi logró Andrés Oellen sacarlo de allí. Pero no pudimos, a  pesar de que tomamos la pala y abrimos dos carriles, ya sobre el camino, para intentar sacarlo poco a poco. Entre el barro tierno de dentro de la cuneta y el barro pegajosos de fuera no pudimos sacarlo y  como no pasó nadie más por allí aquel día, nos vimos obligados a pasar la noche en aquel agujero. De aquel día apenas recuerdo nada. No sé si llevábamos comida y agua, pero seguro que algo habríamos preparado, pues ambos sabíamos a qué nos exponíamos por ese camino. Lo que no se me olvida es la lipotimia que sufrí, tras una exhibición de pala, que manejo muy bien, pero de eso hace ya mucho tiempo, y a la que ya no estaba acostumbrado. Seguro que tuve un cuadro de hipoglucemia, por el esfuerzo, que me provocó la lipotimia. Entonces todavía no sabía que tenía problemas con mi azúcar, que tan pronto "estaba muy dulce" como otras veces “me salaba” más de la cuenta y ¡cataplúm! me declaraba en huelga forzosa de brazos caídos  Este mismo cuadro me repitió 8 años después, también en la Transchaco cambiando la rueda delantera del la Land Cruiser, cuya ruedas son como para camión y encima la de repuesto está colocada en un sitio, -parte trasera inferior del coche-,  que yo desearía les dieran un cursillo gratis y obligatorio a los ingenieros japoneses para cambiarla en medio del Chaco y atascados. Que entre otros cometidos, para este de cruzar el Chaco, está diseñado este todo-terreno. 
Así, con dos ruedas en el canalito del camino, por la tarde y lloviendo, era síntoma inequívoco de que teníamos otra noche “pagada” en el hotel del millón de estrellas, que mientras no te coman los mosquitos, te ataquen las serpientes, te rujan pumas y yaguaretés, te chille algún pecarí que se asuste y te sobresalte, ni te acuerdes de vampiros ni indígenas poco amistosos, es de una belleza inigualable. Yo sigo prefiriendo la incomodidad del hotel La Misión, donde la naturaleza chaqueña está representada en los frescos de las paredes y los indígenas y su arquitectura Jesuítica están reflejados en la fábrica del propio hotel, con su idílica campana que toca al atardecer para  recordarte que hay que dejar todas las ocupaciones ordinarias y entregarte, con cuerpo y arma, a la procreación o multiplicación de la especie, como obligaban los Jesuitas a los Guaraníes, y si tu compañera no anda cerca y espabilada, pues que sea con la que Dios quiera.

Olavo Ferreiro, Roberto Samaniego y yo. Al día siguiente era el único que tenía ganas de volver a Asunción, preocupado por Maricarmen y su miedo a las tormentas. Mis dos compañeros no tenían muchas ganas de abandonar aquel remanso de paz.

Aunque los hechos que narro esta noche y la siguiente no ocurrieron en el Chaco, tal y como se ubica en el mapa y ocurrieron  unos años más tarde, creo pertinente contaros las dos historias que continúan pues siguen siendo noches en medio de la nada y con un contenido histórico relevante para el narrador. Corazón de Jesús y Cambuchi, son dos estancias de Ñeembucú Norte, que aunque es un Departamento escindido del Chaco por el río Paraguay, sus tierras son hermanas mellizas de las chaqueñas. En cambio, su vegetación sólo es idéntica al Chaco en los albardones y partes altas, el resto de esta inmensa llanura se anega todos los años, como consecuencia de las periódicas avenidas del Tebicuary, y no permite el normal desarrollo de arbustos y árboles. Estas correrías merecerán nuestra atención más adelante y no con un capítulo, si no con varios, cuando contemos la búsqueda de la tierra ideal para arrozal  en Paraguay.
Estábamos dando una vuelta alrededor de la Estancia Corazón de Jesús, de nuestro amigo Roberto, por un camino elevado un metro sobre el terreno pero que el día anterior y su noche había dejado en la zona más de 150 l/m2. Nuestro coche llevaba ruedas “camineras” y llegó un momento que se negó a seguir avanzando. La suerte fue que delante, este atasco estaba previsto como posible, llevábamos otra camioneta bien equipada para este recorrido. Tuvimos que abandonar nuestro coche y recorrer los diez o doce km restantes con el vehículo alternativo. En ese punto nos esperaba una buena cabaña cerrada con ladrillos, por dos lados, dos habitaciones interiores y los otros dos lados abiertos a la selva pero protegidos por una enorme tela metálica. Allí se estaba bien, con luz, radio, teléfono, agua, comida y personal que nos atendía de maravilla. Pero pasadas un par de horas, sobre las 9.30 se desató una tormenta tropical de las que yo solamente he visto dos más durante los dos años que viví en Paraguay. Se fue la luz eléctrica, pero el exterior seguía iluminado como si fuese de día. Los rayos se solapaban de tal forma que entre uno y otro no había momentos oscuros, y recuerdo, como si lo estuviera viendo ahora mismo, cómo se apreciaban los detalles de la selva al final de la pista de aterrizaje que teníamos frente a la cabaña. Como a ninguno de los que allí estábamos nos alteraba la tormenta estuvimos mucho tiempo allí sentados hablando de todo y arreglando el mundo. Como suelo madrugar, yo deserté el primero y efectivamente antes de salir el sol estaba recorriendo los alrededores, viendo como apartaban un grupo de becerros que estaban vacunando, revisando el platanal que allí tenían para su consumo, su carnicería donde colgaban la carne para tener cecina, el tatacúa donde nos prepararon otro delicioso chivito, para medio día, incomparablemente mejor y más tierno, que aquel que nos pareció tan delicioso la noche de Campo Verde y me tomé un café, cosa rara en las viviendas del campo paraguayo donde se toma mate cocido por las mañanas y tereré el resto del día y de la noche. Recuerdo a una chiquita, preciosa, de unos seis añitos, sentada a la mesa tomado su cocido con nosotros a pesar de ser tan temprano. Como se llama Luján le  prometí que cuando volviera le llevaría su virgen, que por supuesto allí nadie conocía, y que la tengo en la repisa de mi dormitorio guardada, pues me acordé, cuando poco tiempo después, visité la Basílica de Luján y pienso que algún día tendré la suerte de poder dársela aunque ella seguro no se acordará de aquello.

Cabaña de invitados y jefes en Cambuchí.

Cambuchí, cántaro en guaraní,  es una pequeña finca de unas cincuenta mil has que para llegar a las viviendas hay que atravesarla por completo y pasar todo el camino de otra, que tiene cerca de veinte mil has. En aquellos días andaba con mi compañero de correrías, Luis Aníbal Ferreiro, que tuvo la enorme paciencia y amabilidad de enseñarme todas las fincas importantes de esa zona que en total suman más de doscientas mil hectáreas y que ya conozco mejor que la inmensa mayoría de paraguayos. Igual que me ocurre con el Chaco, que en Paraguay es el gran desconocido de la población. Para llegar a la estancia de Cambuchí desde el portón de entrada en el camino de Alberdi, en total hay que recorrer unos cuarenta y cinco km de caminos malos y abrir y cerrar unas cincuenta cancelas o portones, construidos de grandes troncos, para evitar que el ganado salga fuera del potrero que tiene asignado. Cuando llegamos a la estancia, Cambuchí, ya noche cerrada, estaba absolutamente destrozado. Habíamos comido, en Villafranca, un trozo de pan con atún y una cerveza y el resto de la larga tarde la había dedicado a abrir y cerrar portones de forma que cuando llegamos a la casa estaba totalmente derrotado. Me entró un frío atroz y unos temblores, que preocuparon mucho al amigo Luis Aníbal, seguramente provocados por otra bajada de azúcar, pero como yo los conocía de otras veces que los he sufrido al meterme en la cama con unas sábanas frías y húmedas, no veía motivo para estar preocupado. El que sí lo estaba, pues pensaba que me ocurría algo malo, era Luis Aníbal. Yo intentaba tranquilizarlo mientras, tapado hasta las orejas, temblaba como un gatito mojado. Con una buena sopa caliente desaparecieron aquellos síntomas, que no sé muy bien de qué son, pero llevo años sufriéndolos esporádicamente y no me preocupan, porque se curan con un  buen vaso de leche con coñac. Mitad y mitad.

Yacaré junto al camino.

Para disipar las dudas que alguien pudiera tener al decirle que esta margen izquierda del río Paraguay es Chaco puro, os muestro esta foto tomada desde el camino de Villasanti por donde tuvimos que atravesar para llegar a Cambuchí. Este animalito al que veis tan tranquilo y que fotografié  desde el otro lado de la cuneta, menos de dos metros, cuando se despertó y me vio, dio una salto de más de un metro de altura y cayó en el canalillo, que teníamos entre los dos, duchándome, literalmente. No recuerdo muy bien cuál de los dos saltos habría ganado en altura y longitud, si el suyo o el mío. 

Buscando campo.

Con Ángel y Hermosa en nuestro paseo por Casilda

Este fue mi primer paseo a caballo por Paraguay. Estábamos en Casilda, una estancia de Carlos Casado S.A., situada frente a Vallemí, el último pueblo paraguayo subiendo por la linde izquierda del rio hacia la frontera con el Brasil del que lo separa el río Apa. Vallemí crece alrededor de la mayor cementera de Paraguay que fue construida por españoles, aunque es propiedad del Gobierno Paraguayo.
El grupo visitante estaba compuesto por Angel Cavanagh, director de Casado S.A., Eugenio Hermosa, capataz general, Eugenio Bertolí, ingeniero agrónomo y gerente de una gran empresa arrocera sevillana, Federico, Director de la Caja Rural de Sevilla y yo, como observador ,encargado de elegir a los agricultores a los que se les ofrecería participar.
La iniciativa de crear un proyecto arrocero en el Chaco había surgido en una conversación informal, en el Hotel Ritz de Madrid, entre Pedro Beca, -hijo del fundador de la empresa R. Beca y Cia.S.A., Rafael Beca Belmonte, que desarrolló la zona arrocera sevillana- y Hernando Campos, padre de María Campos, esposa de Angel Cavanagh. Ellos habían pensado en la posibilidad de hacer en Puerto Casado algo similar a lo que había hecho Rafael Beca en las marismas sevillanas y Pedro había formado un equipo, contando con el agrónomo, el bancario y  yo, al que había reservado, como conocedor de los agricultores, la responsabilidad de  proponer a  las personas que debían participar. Como me negué a enviar agricultores amigos a un lugar desconocido me invitaron al viaje a fin de poder explicarles el lugar y las posibilidades del proyecto a las personas a las que se les  ofrecería. ¡Me quedé totalmente prendado de Paraguay!. Pero este será el tema de próximos capítulos sobre el proyecto arrocero. Lo que ahora nos ocupa son las anécdotas como jinete en el Chaco. En este primer paseo a caballo sólo participamos, Angel, Hermosa y yo, pues tanto el ingeniero como el bancario declinaron la invitación y creo que optaron por la solución más razonable para su edad y peso.
Las sillas de montar chaqueñas sólo se parecen a las nuestras en que tienen estribos y cincha. Cuentan con una manta para proteger el lomo de la caballería, un saco relleno de paja, lana u otro material muelle, una piel de borrega  y el cubre-todo donde van amarradas las espuelas y la cincha que amarra todo el conjunto donde se apoya el jinete. Como podéis comprobar no tiene pomo donde agarrarte,  -que en el Chaco lo evitan para que en una caída fortuita no reviente al jinete si el caballo rueda sobre él-, ni tiene silla donde colocarte y mantener las piernas cerradas alrededor del cuerpo del animal. Allí vas sentado con las piernas abiertas, como si te sentaras sobre una mesa de comedor, con un cojín debajo y así cuando me bajé del caballo, tras más de dos horas de paseo, tenía agujetas hasta en el cielo de la boca.
Pero aquella no fue la única experiencia dolorosa de la mañana. Aquel enorme palmar, lugar húmedo, con charcos y habilitado como potrero para caballos, era un edén para los tábanos, esas enormes moscas negras, que en la bética romana las llamarían “muscus testicularis” por lo pesadas, reincidentes y por el lugar preferido donde situarse. Pero en realidad los pesados no son los tábanos -a los que les gusta ir de flor en flor “libando el néctar y el polen”-, si no las “tábanas” que son hematófagas, como nuestro queridos mosquitos marismeños o los vampiros chaqueños, pero con una notable diferencia. Mientras mosquitos y vampiros cuando te clavan el aguijón o te lijan la piel para extraer sangre, simultáneamente, inyectan un sedante vasodilatador, mientras que estas “tábanas canallas” en lugar de picar parece que muerden, como los vampiros humanos de la Selva Nagra, que clavan sus colmillos en el cuello. Yo que iba vestido de verano, aunque llevaba manga larga, pensando en los mosquitos, no llevaba botas si no que tenía puestos los zapatos de calle normales con unos calcetines ejecutivos negros, que es como enseñarle el capote rojo a un miura. ¡Qué paliza me dieron!, tenía que llevar los pies delante, en la parte superior de la silla para intentar ahuyentarlas lo más rápido posible.


Palmar de Machete.

En realidad los paseos por la zona de la estancia Machete o más concretamente por el Cañadón Reservista fueron varios puesto que lo que iba buscando eran las antiguas estructuras de las represas para ver qué posibilidades de retener agua teníamos y cuál sería la totalidad a embalsar, viendo las posibilidades de regular el agua para el arroz. Llegaba en coche al lugar cercano y allí me esperaban con caballos para penetrar hasta las antiguas represas, todas ellas rotas desde hacía tiempo. Era un auténtico placer a la vista pasear por medio de esa vegetación lujuriante que podemos apreciar en la foto. No fue tan agradable una de las visitas cerca de Güajó donde tuve que atravesar una gran zona inundada donde el agua mojaba frecuentemente la barriga del caballo. Las botas tenía que llevarlas sobre la silla para que no se mojasen. Esta también es una postura muy molesta y que, por no ser, de uso normal, causa problemas con las agujetas. Además como no se veía los senderos, el caballo iba, por instinto, por el túnel que va dejando la ganadería a través de la enmarañada selva. En una de las veces que pasamos, caballo y yo, por el túnel que formaba el ganado me dejé un buen trozo del pantalón vaquero y parte de piel de la pierna derecha. Aquel caballo no tenía conocimiento, ni me hacía mucho caso, por donde veía el paso ahí se dirigía y claro, caballo y yo,  éramos más altos y más anchos que las vacas o caballos sin jinete y me espabilaba o dejaba ropa y piel repartida por troncos y ramas.  Por esa misma razón veréis que llevo puesto, en algunas fotos, un poncho de lona que evitó que me dejara alguna tira de piel de los brazos, en las espinas de los algarrobos y algún que otro árbol espinoso, que abundan, pues es una defensa contra los depredadores de corteza.
 Pero tal vez el peor rato que pasé en estos paseos fue el día que cabalgando por la brecha, abierta en la selva  para colocar las torres para los cables de alta tensión, llegó un momento que me encontré  cansado y viendo al borde del bosque un lugar que no había tapado el agua y que me ofrecía un rato de relax de las piernas, acerqué el caballo y bajé en la pequeña isleta para fumarme un cigarrillo y descansar las piernas. No había quemado medio cigarrillo cuando comprendí el enorme error que había cometido. Me había bajado sobre un hormiguero de “comebolas” esa hormiga roja, prima hermana de la “marabunta” Cuando miré hacia abajo ya las guerreras me habían invadido las dos piernas y subían raudas hacia mi cintura. Algunas se habían colado entre botas y pantalón y ya las notaba sobre la piel de las piernas. Recordé, de inmediato, la película “Cuando ruge la marabunta”, protagonizada por Chatlon Heston, en el momento en que las hormigas atacan al encargado de abrir las compuertas para inundar toda la zona  y evitar la invasión de la plantación. Lo vuelven loco en los primeros mordiscos, con la inoculación del ácido fórmico, y posteriormente se lo meriendan. Aquellas hubieran hecho lo mismo conmigo si de un salto no hubiese montado a caballo matando las que se habían colado en mis piernas, pellizcando los pantalones con la hormiga entre los dedos y sacudiéndome las que estaban en el exterior.


Encargado de la estancia con su barca fabricada directamente vaciando un tronco.

Las visitas al riacho Mosquito estaban enfocadas principalmente a buscar la causa por la que se  salaba el agua de riego en nuestra toma del arrozal. Aunque yo tenía bastante clara la causa por la cual se salaba, pues en los planos se veía que el riacho, en su cabecera, llegaba hasta la zona de marismas de agua salada que había cerca de su nacimiento, que yo  conocía, pues en unos de los viajes por el interior, había pasado por ella y era una copia de nuestras marismas sevillanas. Como veis en la foto hay un pequeño lago que debe ser un paraíso para los animales de la zona. Por las mañanas y al atardecer pueden verse cientos de animales, de todo tipo, cuando van a beber. Por ello se había pensado en crear un puesto de observación para turistas y en base a ello montar un pequeño complejo turístico, haciendo llegar hasta allí un nuevo ramal del ferrocarril, que se uniera al ya existente, que tendría que ser  habilitado para exclusivo  uso turístico de los  tres o cuatro lugares interesantes del entorno. 

Como si fuera un caballista consumado.

Dieciocho años desde que se tomó esta foto, al más puro estilo John Wayne, como si yo fuera un consumado jinete cuando en realidad, en aquella “silla-mesa de cocina”, de montar, cuando el caballo salía a galope no sabía dónde agarrarme para no dar con mis huesos en el santo suelo. ¡Pero me divertía, y mucho, montando a caballo por la selva y los palmares!, a pesar de los mosquitos, de las ramas traicioneras que te arañaban o pinchaban, de las serpientes arborícolas que te veían pasar a escasa distancia pero que nunca, ninguna de ellas, se tomó la molestia de “saludarme de cerca” y a pesar de que tenía que ponerme una faja reforzada con ballenas para mantener recta mi espalda cuyo disco intervertebral, entre la quinta y sexta lumbar, lo tengo machacado hace más de treinta años.

Cabaña de Riacho Mosquito.

No he podido localizar por internet el asentamiento Maskoy de Riacho Mosquito, pues quería confirmar que está cerca de la laguna de la foto y de las chozas que hay junto a esta cabaña que vemos arriba. Es uno de los lugares donde se podía llevar a cabo un asentamiento con cierta garantía de éxito, pues ya existían bastantes chozas, habitada por indígenas, un buen lugar de pesca y caza y un acceso bastante aceptable, tanto para los indígenas cuyos desplazamiento son regulares, en busca de alimentos que cede la administración del Alto Paraguay, como para el acceso de monjas y curas que regularmente van a curar cuerpos y almas de los indígenas. Los pobres Maskoy, entre políticos y curas, se han quedado sin sus tierras de caza, sus dioses ancestrales, sus costumbres y tradiciones y como alternativa tienen un pequeño coto de caza en tierras de otro, un rifle ,viejo, roto y con cuatro o cinco cartuchos, una religión prestada y una dependencia del estado para sobrevivir. Sin embargo tanto unos como otros le pasan las culpas a los empresarios que compraron legalmente sus tierras y que las "registraron con todas las de la Ley" Si exceptuamos a los usurpadores de tierras, que los hay de toda condición y color, el resto de propietarios que compró y pagó, su valor del momento, no pueden ser acusados de poseer unas tierras que tienen habitantes dentro del territorio, tanto si se las vendieron con esa condición como si han entrado después. Se sufre una injusticia, por ambas partes, propietarios y ocupantes, causada por una legislación que nunca tuvo en cuenta esta contingencia.


Ortiz, a mi derecha. A mi izquierda, Hermosa, Angel y otro capataz de estancia. Una de las primeras visitas de inspección por los alrededores de Casado buscando las mejores tierras para el proyecto de arroz

Desde el momento en que nos instalamos en Puerto Casado, en Septiembre de 1994, ya con la maquinaría que habíamos traído desde España, empezamos con los trabajos para la siembra del arroz. El campo lo teníamos desmontado y los árboles en grandes montones que ya la mayoría habían sido quemados. En cada montón había una buena parte de madera, no calcinada, más las cenizas y la  tierra de las raíces por lo que quedaban montones de un metro de altura por unos diez de diámetro. Nuestro primer trabajo era trazar canales de riego y desagüe y algún camino para poder sacar el arroz. Los montones, tierra fertilísima, por la cantidad de minerales que tenía, la trasladábamos a las partes más bajas. A continuación teníamos que labrar la tierra, bien con la grada de discos o con el cultivador, que era lo más fácil. Ahí empezaron los problemas serios de la preparación del terreno ya que al cultivar sacábamos a la superficie raíces astilladas y trozos de troncos que no permitía a los tractores trabajar pues estaban continuamente pinchados.
A  la vez tenía que buscar el sitio para las futuras e inmediatas ampliaciones ya que la superficie desmontada no llegaba a cincuenta has. y la idea era hacer miles, si el mercado del arroz orgánico lo permitía. A continuación del trozo desmontado había una zona más alta y arenosa donde yo no quería ampliar el arrozal porque el capataz, Hermosa, le llamaba “el monte de los monos” por la gran cantidad de monos aulladores que vivía en esa parte. Así que empezamos a buscar más allá de esa zona, preferentemente en los palmares, pues están menos desnivelados. Cada vez que tenía la mañana libre le pedía a Ortiz que me preparase una montura para ir metódicamente recorriendo los alrededores. La mecánica era más o menos la misma. Yo  había dividido por sectores las zonas limítrofes y cada día hacíamos un recorrido distinto que yo dibujaba y que iba pasando a un plano de situación con las características del terreno, sus desniveles y su tipo de vegetación. Tenía que tener en cuenta, también, por donde íbamos a regar y cómo desaguar, especialmente las grandes lluvias. Salíamos muy temprano, al clarear el día y lo único que me llevaba era una lata de cerveza fresca en una bolsa térmica para que no se calentara. Al poco rato le pedía a Ortiz que me preparara el desayuno y entre los dos escogíamos una pequeña palmera a la que en un periquete le cortaba las hojas exteriores y me preparaba el tallo. Como los palmitos que vienen en lata, pero al natural y con una textura distinta, comparable a los palmitos que comíamos de chicos, en Valencia, aunque éstos últimos eran mucho más ácidos. Estos paseos fueron muy interesantes, pues eran lo más parecido a un curso de supervivencia en el Chaco ya que Ortiz, gran conocedor de terreno y plantas, me indicaba qué se podía comer y qué era venenoso. Aunque en estos recorridos no nos alejábamos mucho de la carretera nunca me dejaron hacerlos solo. Únicamente salía solo cuando el recorrido era entre el pueblo y el km 11.

Este es el cuarto de aseo de los indígenas del km 11

Km 11 es el nombre de la estancia ganadera de Casado, S.A. que está situada en ese km contado, por la vía del ferrocarril, partiendo desde la fábrica de tanino de Puerto Casado, como km 0. En esa estancia, además de la casa de ladrillos para el capataz, que entonces no tenía y el trabajo se organizaba desde Casado, había unas cuantas chozas habitadas por indígenas Maskoy, que trabajaban allí como peones, -cuando les daban trabajo-, y que cuando empezamos el proyecto de arroz los contratamos, primero para limpiar el campo de palos y después para escardar el arroz a mano. La relación de trabajo con los indígenas la ampliaremos cuando contemos el proyecto ya que tiene su enjundia. Entre otras cosas llegué a pensar más de una vez si aquel sueldo que cobraban, que era el mismo que cualquier peón paraguayo, les servía para bien o para mal, dado el enorme porcentaje que utilizaban comprando ron.
Muy cerquita de las chozas existe un puente, en el camino de Casado a Loma Plata, donde el paso del agua a erosionado la salida formando la poza que vemos en la foto. Bueno, que sabemos existe debajo de los camalotes que la cubren. Concrétamente en este punto tiene una profundidad de un metro y medio, cuando está con este nivel tan alto. Haría poco tiempo que había llovido y el desagüe está alto y, por tanto, el agua también. Pero pueden pasarse meses sin llover lo suficiente para que ese torrente lleve algo de agua y sigue siendo el único baño que tienen puesto que no hay agua cerca, si no es el río Paraguay que está a varios km cruzando selva o a 8 por el camino.Este charco, limpio o sucio, es el agua que utilizan para todo excepto para beber. Para el resto de funciones propias de un baño, cuentan con la amplia selva y no creo que se le planteen los problemas que tuve cuando tuve que apañarme en ese vasto cuarto de baño.


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